
Los Que Habitan La Casa Murmurante 301g4f
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En todas las ciudades hay calles a las que uno no regresa por casualidad. En las guías turísticas no figuran, los mapas digitales omiten su nombre salvo cuando se les busca con insistencia, y quienes viven cerca hablan de ellas con una mezcla de resignación y superstición. En Lugo, ciudad de murallas y lluvias persistentes, existe una de esas calles: la Calle dos Eidos. Estrecha, empedrada, sin comercios ni apenas tránsito, su apariencia es la de un rincón congelado en el tiempo. Y sin embargo, tras una de sus fachadas se encuentra lo que los vecinos —los más antiguos, los más discretos— llaman “a casa murmurante”. g5n1a
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Los que habitan la Casa Murmurante En todas las ciudades hay calles a las que uno no regresa por casualidad.
En las guías turísticas no figuran, los mapas digitales omiten su nombre salvo cuando se les busca con insistencia, y quienes viven cerca hablan de ellas con una mezcla de resignación y superstición.
En Lugo, ciudad de murallas y lluvias persistentes, existe una de esas calles, la Calle 2E2.
Estrecha, empedrada, sin comercios ni apenas tránsito, su apariencia es la de un rincón congelado en el tiempo.
Y sin embargo, tras una de sus fachadas se encuentra lo que los vecinos, los más antiguos, los más discretos, llaman a Casa Murmurante.
Nadie recuerda con certeza cuando comenzó la leyenda.
Algunos dicen que ya era evitada cuando las tropas franquistas pasaban por la ciudad, otros aseguran que en sus cimientos hay restos más antiguos que los romanos.
Lo cierto es que ninguna familia ha logrado permanecer mucho tiempo allí.
No por problemas estructurales ni por razones económicas, sino por algo menos tangible, susurros nocturnos sin origen, olores a tierra húmeda dentro de la cocina, sombras que se deslizan entre habitaciones vacías, y en los casos más graves, delirios, amnesias, intentos de autolesión y desapariciones.
No todas estas historias llegaron a los periódicos.
Muchas quedaron enterradas bajo el peso del escepticismo o la vergüenza.
Galicia, tierra de meigas, nieblas y cementerios junto al mar, sabe guardar silencio cuando el terror adopta formas imprecisas.
Porque lo que no tiene nombre no puede combatirse.
Y eso lo sabría muy bien la familia Lackse, la última en habitar la casa antes de su clausura definitiva.
La historia de los Lackse es la columna vertebral de este libro.
Podría presentarse como una novela, una obra de ficción inspirada en rumores locales.
Podría fingir ser un documento hallado por azar, un testimonio filtrado por un periodista local.
Pero sería una mentira más en una serie de engaños que la casa misma parece cultivar.
Porque los que habitan en ella, los verdaderos protagonistas, no toleran bien las mentiras.
Prefieren el dolor desnudo, el miedo que cala hasta el tuétano.
Ellos no buscan tu respeto ni tu atención, buscan tu voz, tu memoria, tu presencia constante, tu desvelo.
Los Lackse eran una familia como muchas otras, padre, madre, dos hijos, un perro y una furgoneta con matrícula asturiana.
Habían vivido en Oviedo los últimos siete años, hasta que un despido y la muerte de la abuela materna los obligaron a trasladarse a Lugo, donde una herencia inesperada les ofreció techo sin coste.
La casa de la calle 12 y 2, abandonada por décadas, pasó a manos de Laura Soutelo, madre de familia, única heredera de una tía lejana que ella apenas recordaba.
Ni ella ni su marido, Iago, sospechaban lo que encontrarían entre esas paredes, no sólo humedad y grietas, sino algo más profundo, más viscoso y persistente, que los envolvería lentamente como el musgo sobre las lápidas.
El relato que aquí se presenta parte de sus propias notas, grabaciones de voz, correos sin enviar, y fragmentos de un diario encontrado en una caja de juguetes del hijo menor.
No se ha alterado el contenido esencial de los documentos, aunque sí se ha reordenado para facilitar la comprensión de los hechos.
Lo que empezó con ruidos vagos y corrientes de aire acabó con la destrucción de la familia como unidad psíquica y afectiva.
Y más allá del fenómeno paranormal, si queremos llamarlo así, lo que se descompone aquí es la estructura misma de la identidad, del recuerdo, de la voluntad.
Porque la casa no se manifiesta a través de apariciones espectaculares ni exorcismos de película.
No hay monjas levitando ni sangre brotando de grifos.
Lo que hace la casa es deshacer lo humano con minuciosidad de insecto.
Observa, repite, manipula.
Te da lo que más anhelas, pero en una versión corrupta.
Yago soñaba con una vida simple sin sobresaltos, con tiempo para escribir.
La casa le ofreció silencio, pero no paz.
Laura quería reconectar con sus raíces, entender su historia familiar.
La casa le mostró cada eslabón, pero distorsionado como en un espejo de feria.
Mi hijo mayor, Óscar, deseaba atención.
La casa se la dio, pero no de los padres.
Los expertos en fenómenos paranormales a menudo buscan patrones.
Tipologías.
Clasificaciones.
Casas encantadas de tipo residual, inteligentes, demoníacas, poltergeist.
Pero la casa murmurante no encaja del todo en ninguna.
Posee elementos de todas, como si se hubiera nutrido de cada inquilino anterior para afinar su arte de la descomposición.
Cada nuevo habitante es una fuente de combustible emocional.
Miedos infantiles, traumas no resueltos, inseguridades maritales, todo es reciclado por la casa en una danza grotesca que al final, solo deja una cosa, vacío.
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